Caracas siempre se ha destacado por tener una muy buena oferta gastronómica, primero creo, porque el Venezolano es muy esnob, pero no como algo peyorativo, sino que siempre se mantiene a la vanguardia e innovación de la gastronomía para no quedarse atrás de las capitales del mundo. Y segundo porque nuestra historia esta llena de muchísimos inmigrantes que vinieron huyendo de guerras y en búsqueda de mejores oportunidades, con maletas llenas de recetas que eran transmitidas de una generación en otra.
Y así, hace 20 años un vasco llamado Juan Manuel y que sus amigos apodan "Pakea" decidió establecerse en Galipán, a 1800 metros de altura, y a 30 minutos de la estruendosa Caracas, ofrecer a sus comensales, las recetas de su familia, cocina honesta, de olla, sin pretensiones, siempre cuidando lo mas importante, la materia prima. No es el único en esta zona de Galipán, un nuevo oasis gastronómico caraqueño, pero si es el primero.
Llegamos en el 4x4 que nos lleva desde el Hotel Avila, en San Bernardino, y llegamos a esta casa campestre, con una vista espectacular, de esas que quitan el aliento, al cerro el Avila y al Mar Caribe, nos quedamos como 10 minutos parados admirando esa vista, y respirando ese aire tan puro, repito: a 30 minutos de Caracas. Pasamos a la mesa, y comenzó el festín.
Nada mas al sentarte y te traen un pan casero bien hecho, siempre se agradece. Pedimos de entrada unas chistorras y unos tequeños, que estaban de muerte lenta, hechos con masa de hojaldre y rellenos con dos tipos de queso. Ofrecen platos a la carta y un menú de degustación, nos fuimos por la segunda opción. Si se van por esta opción, lleven hambre. Todos los platos los sirven en fuentes de 4 personas, lo cual hace la experiencia mas familiar aún.
Comenzaron con una terrine de Mero, decorada con una aceituna verde y un huevo de codorniz, con mayonesa casera, luego unos fritos variados que se componían de camarones y clamares rebozados y hasta mejillones, que ricos estaban... Seguidamente uno de mis platos favoritos, pimientos de piquillo rellenos de bacalao, acompañado de chipirones, los mismos en una salsa basada en su propia tinta. Luego un lomo de pargo al horno, servido con una salsa de tomate, el pescado estaba en su punto exacto, ni muy cocido ni crudo. Y para cerrar un solomillo de cerdo a la plancha con pimientos y croquetas de papa. Espectacular. Todo acompañado de un buen tinto. Imposible sentir hambre después de este festín cosaco.
Y si, siempre hay espacio para el postre: Una natilla con manzanas o un tres leches eran las opciones. Me decanté por el primero, pero les digo que el segundo estaba mucho mejor. Un café para terminar y salir a caminar, taza en mano las horas de la luz del día que nos quedaban a ese sitio mágico, a un suspiro de la ciudad.
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